miércoles, 27 de febrero de 2013

REGRESO POR MEMORIA



Erwin Quintupill

La idea de visitar el xayenko (cascada) surgió de la memoria, de la necesidad de removerla… La memoria misma como parte del todo, de la naturaleza, se reinstala una y otra vez en nuestra conciencia. No se puede ser sin ella. Lo dicen los antiguos, hombres y mujeres. Lo dice el paisaje cada vez que lo miramos o lo recordamos. Lo dicen los aromas, los sabores, las texturas, el viento y el silencio… En lo que a mí respecta, sobre todo, el “silencio”.

Hace años atrás, en el velorio de Fresia, cuando aún vivía la tía Sofía Ñancupil, conversábamos cada uno de sus asuntos, repartidos en el interior de la casa. Era de noche. Esa tarde mientras participábamos de un mingako[1] de siembra, habíamos escuchado sonidos de queja y supusimos que ya había llegado; por eso, la casa que Fresia dejara años atrás estaba llena de gente… Hubo un instante, en medio de la luz mortecina en que la tía Sofía tomó mi mano, la extendió y me dijo: “nosotros somos como un árbol”. Vi mi mano abierta, iluminada por las velas, y entendí que era lo mismo que me había hecho regresar: La memoria.

Igual sensación me ocurre cuando siento el aroma – inexistente ahora – de los choclos que cocinaba mi madre.

Una de mis sobrinas me insiste en recordar… Y por allí nació la necesidad de ir hasta el xayenko para ver cómo está. Surgieron palabras. Hubo especulación acerca de si el gen[2] del xayenko estará allí todavía… ¿Por qué habría de irse? Ahí ha de estar, en medio de esa plantación de eucaliptos. Uno que otro recordó cuando alguna vez estuvo allí, por diversos motivos.

Entonces, me fui donde un par de parientes que lideran el gijatun (nguillatún) de Hueychahue[3], para escuchar su opinión. Ellos también lo tienen presente. Les hablé y hablamos del lof[4] antiguo, de la práctica de nuestros mayores de bajar por un estrecho sendero -abierto a mano- en medio del bosque nativo, no intervenido en esa época. Así lo contaban. Mi madre narraba cómo comenzaba la ceremonia…

Empezábamos en el alto y bajábamos tocando el kulxug[5] (kultrún), las pifvjka[6] (pifüllka), kaskawija[7] (kaskawilla)… Todo eso… Bajábamos bailando… cuando llegábamos se dejaban las cosas… había como platitos en la piedra… Es una roca grande, así como una tosca… Allí se dejaban lo que se llevaba… Sangre de cordero también…

Cuando bajábamos, el monte sonaba. Se escuchaba como un eco. Había puros robles…Ese monte era virgen, nadie lo trabajaba… Después nos volvíamos y el tiempo cambiaba bien luego… Una vez, antes que llegáramos a la casa empezó a llover… Tiene mucho poder ese xayenko.

Después empezaron a echar abajo el monte, a cortar los robles para venderlos hecho madera… Ahí murieron varios wigka[8] aplastados o de otra forma… Ese era el gen que no quería; pero, lo echaron abajo nomás. Ahí vive Herman Pérez… Eso quedó como tierra de colonos después de la radicación. No lo dejaron como parte de las tierras de nosotros; pero, nosotros íbamos allí… Eso era de mi familia.

Ahí está el xayenko. Si uno pasa por ahí tiene que hacer una rogativa.

Ese era más o menos el relato de mi madre en los años 80 y el de otros mayores. Algunos de ellos viven aún, como la tía Guillermina que se fue a Concepción. Ella me contó – ahora en 2013 – que cuando llegaba la Tugeyman[9] “yo tenía que ir al xayenko a buscar remedio, que sólo allí había”. Cuenta que era una niña de unos 12 años en ese tiempo.


Me dijeron que estaba bien que fuera. Les pedí que me acompañaran, porque había que pedir permiso y que yo no podía ir solo, aunque la idea era hacerlo con unas pocas personas de allí mismo (Saltapura y Hueychahue)… Me dijeron de dificultades… Entonces fui donde Marti porque sabe hablar, lo oí en el gijatun pasado. Me escuchó con calma, me habló de cosas antiguas, de historias que le dejaron, de la familia, del xayenko… Todo eso mientras me servía mate y un par de huevos fritos, como la costumbre exige a falta de otras exquisiteces que no siempre se tienen. Me dijo que era algo delicado; pero que estaba de acuerdo.

Yo viajaba de donde estoy viviendo -por trabajo- para buscar a estos viejos. Pensé que si me hubiera empeñado en tener un vehículo habrá sido más fácil.

Fue necesario otro viaje para visitar a la prima que vive muy cerca del lugar. Hasta allá llegué una tarde, acompañado de una sobrina, para explicar el motivo… Ella me dijo que hace poco lo habían estado limpiando, es decir, rozando la vegetación para entrar hasta allí. Pero…

En ese instante recordé las conversaciones anteriores, de las visitas que hice semanas atrás… Fui uniendo conversaciones y me di cuenta que todos hemos estado pendientes de ese lugar, que si bien es un sitio al que no se va comunitariamente a hacer gijatun, está en la memoria de todos.

Ella estuvo de acuerdo en que llegáramos de amanecida hasta su casa y que nos conduciría; “pero, está aquí cerquita”, me dijo.

La visita

La mayor parte de los asistentes al mingako ya estaban con nosotros. La mayoría quiso acompañarnos. Yo hubiera preferido ir sólo con los de acá; pero, tampoco se puede negar a las amistades que te apoyan… El problema era lo “delicado” que me recordó Marti, cuando decidió ser el gijatufe del grupo. Yo también lo sabía… Me preguntaba “y… si no lo hacemos bien; si en lugar de reencontrarnos hacemos que se desaten energías negativas que a más de alguien vaya a afectar… y, si entre mis amistades alguien no hace caso de las advertencias…” En fin, esa noche no dormí. Me quedé hasta tarde conversando con un par de amigos que dijeron que preferían restarse. No les había dicho nada de mis temores; pero, entendieron que el asunto no era simple. La mayor parte de la gente dormía en la casa y en las carpas. Me quedé despierto, pensando; hasta que una alarma vecina comenzó a sonar.

Partimos a buscar a Marti. Antes visité la carpa de varios de los que se habían comprometido a acompañarnos, para que no se atrasaran. Tenemos que estar antes del amanecer, les recordaba. Eran recién las cinco de la mañana.


En medio de la noche nublada, bajé del auto -me llevó mi sobrino- y caminé por el callejón hasta llegar a la casa de Marti. Demoró en salir. Me contó que no encontraba su xarilogko[10]. Caminando me dijo que estaba preocupado: “No sé si estará bien; pero ya me comprometí. No puede ser malo; pero, poco después que usted vino a pedirme que lo acompañara, soñé. En el sueño vi que entre la gente que va a ir con nosotros hay una niña joven. Cuando estábamos en el xayenko a ella se le subía una gallina en el hombro. No pasaba nada más; pero no entiendo la seña. Cuando llegue la voy a reconocer. No sé quién es”.

Saludó a mi hermano viejo y a mi cuñada. Conversando llegamos al sitio. Nos esperaban. Marti fue breve. Me llamó la atención la enorme tensión que no lograba ocultar. Advirtió que era un lugar de respeto al que íbamos a ir, es sagrado para nosotros – insistió –, y contó el sueño, e indicó a una sobrina que yo no conocía y que había llegado desde Temuco con sus padres para estar en ese momento. “Sin foto, sin teléfono. Vamos a ir en silencio, sin risas ni bromas, serios, y cuando lleguemos, escuchen. Nada más”.

Bajamos. No estaba tan cerca como aseguraba la prima. Justo amanecía, cuando llegamos. Cientos de eucaliptos rodean al xayenko; sin embargo, bajo un manchón de quilas y colihues se oye nítido el sonido del agua que cae. Es apenas un hilo y desciende desde unos dos metros de altura. La primera vez que estuve allí era distinto, pues sólo había vegetación nativa. Ahora, nada de ella quedaba, excepto estas porfiadas matas que cubren todo el xayenko y lo ocultan. Bajamos por un túnel hecho a podón. Ahí estaba la demostración de que no está abandonado.

Nos ordenamos muy apretados en el poco espacio existente. Los demás se acomodaron en la estrecha bajada. Todos apretados y en silencio. El gijatu mapuche, la oración mapuche, suena naturalmente, como un elemento más. Anudamos nuestros xarilogko. Más atrás destacaba una de mis sobrinas que estrenaba xariwe[11] por la ocasión. Un plato de greda con muzay[12] y ramas de maki[13] es suficiente para ir elevando y entregando un saludo, una explicación, una petición, un compromiso. Oooooooohhhhh, repetimos varias veces. La niña del sueño estaba junto a nosotros, quieta. Su mirada y postura nos decían que pensaba intensamente.

Allí no había dioses, sólo la naturaleza y la expresión de una de sus más fuertes energías. ¿Cómo se explica el surco tallado en la piedra por la acción del agua que cae? Bajo un techo de quilas, se perdieron los eucaliptos de la forestal. Lanzamos los granos de trigo, avena, lentejas, manzanas y harina tostada, entregándolos a los habitantes del xayenko. Nos repartimos el muzay para ofrecerlo a la tierra antes de beberlo. Casi al terminar, Marti me dice “podemos dejar este plato con la harina”. Es una afirmación, no una pregunta; tampoco es una imposición. “Sin dolor”, agrega. “Con todo el gusto que me nace”, le respondo.

“Ahora vamos a salir. Está hecho y lo hemos hecho bien. Se van a retirar tranquilos y sin volver la vista atrás. Hasta que estemos en el alto, recién podrán mirar para acá”. Fueron subiendo lentamente. Esperé que la última persona hubiera salido, para subir rápido y sujetándome de los tallos de colihue; pero, Marti me tomó y comenzó una nueva oración. Allí, solos, gratamente enredados en la memoria, pidió por mí y por lo que emprendía. Si en algún momento creí que podía retornar, - felizmente – ahora es demasiado tarde, pensé.


De nuevo junto a la casa de la prima, conversamos sobre el objetivo de la visita. Hablamos de la familia, de los relatos, del antiguo lof, de la memoria. Marti, por su parte, insistió acerca de lo “delicado” del asunto y nos contó que a través de un sueño entendió que tenía que asumir el rol de gijatufe. Ya relajados, nos despedimos con un abrazo a cada uno.

Pensaba, mientras regresábamos, el sueño de Marti ha de ser bueno, porque la niña – según su madre, otra prima – tiene una fuerte relación con lo mapuche. Si una gallina del xayenko se le ha subido al hombro, bien puede ser una buena compañía. Su padre, allí presente también, nos dijo que su suegro le enseñó a que tenía que caminar con tranquilidad por estos campos, siempre y cuando pidiera permiso para cualquier cosa. “Así aprendí de él, y aunque no soy mapuche lo hago. Por eso, cuando supimos que iba a haber esta visita, viajamos desde Temuco para poder acompañar”.

El sol llevaba una hora y algo de mirarnos desde lo alto.

Me quedó dando vueltas en el cerebro una pregunta de Marti “¿Qué podría hacerse, para recuperar este lugar?”


[1] Mingako: Trabajo comunitario basado en la reciprocidad.
[2] Gen: “Espíritu” que vive en el xayenko o en cualquier otro sitio significativo.
[3] Hueychahue (Weycawe): Lof ubicado al norte de Saltapura.
[4] Lof: Agrupación familiar que ocupa un área determinada.
[5] Kulxug: Instrumento musical de percusión que lleva la primera voz en ceremonias espirituales.
[6] Pifvjka: Instrumento musical de viento. Flauta de madera que se interpreta en grupo de seis hombres.
[7] Kaskawija: Cascabeles de bronce para acompañar la música del kulxug.
[8] Wigka: No mapuche.
[9] Tugeyman: Maci que trataba a la familia de mi abuelo Ignacio Quintupill (padre de Guillermina).
[10] Xarilogko: Cintillo de lana que los hombres usan para atarse la cabeza. Las mujeres lo llevan de plata.
[11] Xariwe: Faja o cinturón.
[12] Muzay: Bebida de trigo.
[13] Maki: Pequeño árbol nativo.

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