Erwin Quintupill
La idea
de visitar el xayenko (cascada) surgió de la memoria, de la necesidad de
removerla… La memoria misma como parte del todo, de la naturaleza, se reinstala
una y otra vez en nuestra conciencia. No se puede ser sin ella. Lo dicen los
antiguos, hombres y mujeres. Lo dice el paisaje cada vez que lo miramos o lo
recordamos. Lo dicen los aromas, los sabores, las texturas, el viento y el
silencio… En lo que a mí respecta, sobre todo, el “silencio”.
Hace
años atrás, en el velorio de Fresia, cuando aún vivía la tía Sofía Ñancupil,
conversábamos cada uno de sus asuntos, repartidos en el interior de la casa.
Era de noche. Esa tarde mientras participábamos de un mingako[1]
de siembra, habíamos escuchado sonidos de queja y supusimos que ya había
llegado; por eso, la casa que Fresia dejara años atrás estaba llena de gente…
Hubo un instante, en medio de la luz mortecina en que la tía Sofía tomó mi
mano, la extendió y me dijo: “nosotros somos como un árbol”. Vi mi mano
abierta, iluminada por las velas, y entendí que era lo mismo que me había hecho
regresar: La memoria.
Igual
sensación me ocurre cuando siento el aroma – inexistente ahora – de los choclos
que cocinaba mi madre.
Una de
mis sobrinas me insiste en recordar… Y por allí nació la necesidad de ir hasta
el xayenko para ver cómo está. Surgieron palabras. Hubo especulación acerca de
si el gen[2]
del xayenko estará allí todavía… ¿Por qué
habría de irse? Ahí ha de estar, en medio de esa plantación de eucaliptos.
Uno que otro recordó cuando alguna vez estuvo allí, por diversos motivos.
Entonces,
me fui donde un par de parientes que lideran el gijatun (nguillatún) de
Hueychahue[3],
para escuchar su opinión. Ellos también lo tienen presente. Les hablé y
hablamos del lof[4] antiguo, de la práctica de
nuestros mayores de bajar por un estrecho sendero -abierto a mano- en medio del
bosque nativo, no intervenido en esa época. Así lo contaban. Mi madre narraba
cómo comenzaba la ceremonia…
Empezábamos en el
alto y bajábamos tocando el kulxug[5] (kultrún), las pifvjka[6] (pifüllka), kaskawija[7] (kaskawilla)… Todo
eso… Bajábamos bailando… cuando llegábamos se dejaban las cosas… había como
platitos en la piedra… Es una roca grande, así como una tosca… Allí se dejaban
lo que se llevaba… Sangre de cordero también…
Cuando bajábamos,
el monte sonaba. Se escuchaba como un eco. Había puros robles…Ese monte era
virgen, nadie lo trabajaba… Después nos volvíamos y el tiempo cambiaba bien
luego… Una vez, antes que llegáramos a la casa empezó a llover… Tiene mucho
poder ese xayenko.
Después empezaron
a echar abajo el monte, a cortar los robles para venderlos hecho madera… Ahí
murieron varios wigka[8] aplastados o de otra
forma… Ese era el gen que no quería; pero, lo echaron abajo nomás. Ahí vive
Herman Pérez… Eso quedó como tierra de colonos después de la radicación. No lo
dejaron como parte de las tierras de nosotros; pero, nosotros íbamos allí… Eso
era de mi familia.
Ahí está el
xayenko. Si uno pasa por ahí tiene que hacer una rogativa.
Ese era más o menos el relato de mi madre en
los años 80 y el de otros mayores. Algunos de ellos viven aún, como la tía
Guillermina que se fue a Concepción. Ella me contó – ahora en 2013 – que cuando
llegaba la Tugeyman[9] “yo tenía que ir al
xayenko a buscar remedio, que sólo allí había”. Cuenta que era una niña de unos
12 años en ese tiempo.
…
Me dijeron que estaba bien que fuera. Les
pedí que me acompañaran, porque había que pedir permiso y que yo no podía ir
solo, aunque la idea era hacerlo con unas pocas personas de allí mismo
(Saltapura y Hueychahue)… Me dijeron de dificultades… Entonces fui donde Marti
porque sabe hablar, lo oí en el gijatun pasado. Me escuchó con calma, me habló
de cosas antiguas, de historias que le dejaron, de la familia, del xayenko…
Todo eso mientras me servía mate y un par de huevos fritos, como la costumbre
exige a falta de otras exquisiteces que no siempre se tienen. Me dijo que era
algo delicado; pero que estaba de acuerdo.
Yo viajaba de donde estoy viviendo -por
trabajo- para buscar a estos viejos. Pensé que si me hubiera empeñado en tener
un vehículo habrá sido más fácil.
Fue necesario otro viaje para visitar a la
prima que vive muy cerca del lugar. Hasta allá llegué una tarde, acompañado de
una sobrina, para explicar el motivo… Ella me dijo que hace poco lo habían
estado limpiando, es decir, rozando la vegetación para entrar hasta allí. Pero…
En ese instante recordé las conversaciones
anteriores, de las visitas que hice semanas atrás… Fui uniendo conversaciones y
me di cuenta que todos hemos estado pendientes de ese lugar, que si bien es un
sitio al que no se va comunitariamente a hacer gijatun, está en la memoria de
todos.
Ella estuvo de acuerdo en que llegáramos de
amanecida hasta su casa y que nos conduciría; “pero, está aquí cerquita”, me
dijo.
La visita
La mayor parte de los asistentes al mingako
ya estaban con nosotros. La mayoría quiso acompañarnos. Yo hubiera preferido ir
sólo con los de acá; pero, tampoco se puede negar a las amistades que te
apoyan… El problema era lo “delicado” que me recordó Marti, cuando decidió ser
el gijatufe del grupo. Yo también lo sabía… Me preguntaba “y… si no lo hacemos
bien; si en lugar de reencontrarnos hacemos que se desaten energías negativas
que a más de alguien vaya a afectar… y, si entre mis amistades alguien no hace
caso de las advertencias…” En fin, esa noche no dormí. Me quedé hasta tarde
conversando con un par de amigos que dijeron que preferían restarse. No les
había dicho nada de mis temores; pero, entendieron que el asunto no era simple.
La mayor parte de la gente dormía en la casa y en las carpas. Me quedé
despierto, pensando; hasta que una alarma vecina comenzó a sonar.
Partimos a buscar a Marti. Antes visité la
carpa de varios de los que se habían comprometido a acompañarnos, para que no
se atrasaran. Tenemos que estar antes del amanecer, les recordaba. Eran recién
las cinco de la mañana.
…
En medio de la noche nublada, bajé del auto
-me llevó mi sobrino- y caminé por el callejón hasta llegar a la casa de Marti.
Demoró en salir. Me contó que no encontraba su xarilogko[10].
Caminando me dijo que estaba preocupado: “No sé si estará bien; pero ya me
comprometí. No puede ser malo; pero, poco después que usted vino a pedirme que
lo acompañara, soñé. En el sueño vi que entre la gente que va a ir con nosotros
hay una niña joven. Cuando estábamos en el xayenko a ella se le subía una
gallina en el hombro. No pasaba nada más; pero no entiendo la seña. Cuando
llegue la voy a reconocer. No sé quién es”.
Saludó a mi hermano viejo y a mi cuñada.
Conversando llegamos al sitio. Nos esperaban. Marti fue breve. Me llamó la
atención la enorme tensión que no lograba ocultar. Advirtió que era un lugar de
respeto al que íbamos a ir, es sagrado para nosotros – insistió –, y contó el
sueño, e indicó a una sobrina que yo no conocía y que había llegado desde
Temuco con sus padres para estar en ese momento. “Sin foto, sin teléfono. Vamos
a ir en silencio, sin risas ni bromas, serios, y cuando lleguemos, escuchen.
Nada más”.
Bajamos. No estaba tan cerca como aseguraba
la prima. Justo amanecía, cuando llegamos. Cientos de eucaliptos rodean al
xayenko; sin embargo, bajo un manchón de quilas y colihues se oye nítido el
sonido del agua que cae. Es apenas un hilo y desciende desde unos dos metros de
altura. La primera vez que estuve allí era distinto, pues sólo había vegetación
nativa. Ahora, nada de ella quedaba, excepto estas porfiadas matas que cubren
todo el xayenko y lo ocultan. Bajamos por un túnel hecho a podón. Ahí estaba la
demostración de que no está abandonado.
Nos ordenamos muy apretados en el poco
espacio existente. Los demás se acomodaron en la estrecha bajada. Todos
apretados y en silencio. El gijatu mapuche, la oración mapuche, suena
naturalmente, como un elemento más. Anudamos nuestros xarilogko. Más atrás
destacaba una de mis sobrinas que estrenaba xariwe[11]
por la ocasión. Un plato de greda con muzay[12]
y ramas de maki[13] es suficiente para ir
elevando y entregando un saludo, una explicación, una petición, un compromiso.
Oooooooohhhhh, repetimos varias veces. La niña del sueño estaba junto a
nosotros, quieta. Su mirada y postura nos decían que pensaba intensamente.
Allí no había dioses, sólo la naturaleza y la
expresión de una de sus más fuertes energías. ¿Cómo se explica el surco tallado
en la piedra por la acción del agua que cae? Bajo un techo de quilas, se
perdieron los eucaliptos de la forestal. Lanzamos los granos de trigo, avena,
lentejas, manzanas y harina tostada, entregándolos a los habitantes del
xayenko. Nos repartimos el muzay para ofrecerlo a la tierra antes de beberlo.
Casi al terminar, Marti me dice “podemos dejar este plato con la harina”. Es
una afirmación, no una pregunta; tampoco es una imposición. “Sin dolor”,
agrega. “Con todo el gusto que me nace”, le respondo.
“Ahora vamos a salir. Está hecho y lo hemos
hecho bien. Se van a retirar tranquilos y sin volver la vista atrás. Hasta que
estemos en el alto, recién podrán mirar para acá”. Fueron subiendo lentamente.
Esperé que la última persona hubiera salido, para subir rápido y sujetándome de
los tallos de colihue; pero, Marti me tomó y comenzó una nueva oración. Allí,
solos, gratamente enredados en la memoria, pidió por mí y por lo que emprendía.
Si en algún momento creí que podía retornar, - felizmente – ahora es demasiado
tarde, pensé.
…
De nuevo junto a la casa de la prima,
conversamos sobre el objetivo de la visita. Hablamos de la familia, de los
relatos, del antiguo lof, de la memoria. Marti, por su parte, insistió acerca
de lo “delicado” del asunto y nos contó que a través de un sueño entendió que tenía
que asumir el rol de gijatufe. Ya relajados, nos despedimos con un abrazo a
cada uno.
Pensaba, mientras regresábamos, el sueño de
Marti ha de ser bueno, porque la niña – según su madre, otra prima – tiene una
fuerte relación con lo mapuche. Si una gallina del xayenko se le ha subido al
hombro, bien puede ser una buena compañía. Su padre, allí presente también, nos
dijo que su suegro le enseñó a que tenía que caminar con tranquilidad por estos
campos, siempre y cuando pidiera permiso para cualquier cosa. “Así aprendí de
él, y aunque no soy mapuche lo hago. Por eso, cuando supimos que iba a haber
esta visita, viajamos desde Temuco para poder acompañar”.
El sol llevaba una hora y algo de mirarnos
desde lo alto.
Me quedó dando vueltas en el cerebro una pregunta
de Marti “¿Qué podría hacerse, para recuperar este lugar?”
[1] Mingako: Trabajo
comunitario basado en la reciprocidad.
[2] Gen: “Espíritu” que vive en el xayenko o en
cualquier otro sitio significativo.
[3] Hueychahue (Weycawe): Lof
ubicado al norte de Saltapura.
[4] Lof: Agrupación familiar
que ocupa un área determinada.
[5] Kulxug: Instrumento
musical de percusión que lleva la primera voz en ceremonias espirituales.
[6] Pifvjka: Instrumento
musical de viento. Flauta de madera que se interpreta en grupo de seis hombres.
[7] Kaskawija: Cascabeles de
bronce para acompañar la música del kulxug.
[8] Wigka: No mapuche.
[9] Tugeyman: Maci que trataba a la familia de
mi abuelo Ignacio Quintupill (padre de Guillermina).
[10] Xarilogko: Cintillo de lana que los hombres
usan para atarse la cabeza. Las mujeres lo llevan de plata.
[11] Xariwe: Faja o cinturón.
[12] Muzay: Bebida de trigo.
[13] Maki: Pequeño árbol nativo.
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