viernes, 26 de octubre de 2012

GEOGRAFÍA LITERARIA DE CHILE



En el año 2011, aparece en circulación el libro “Letras del País. Geografía literaria de Chile”, que reúne una gran cantidad de textos literarios y no literarios de autores nacidos en territorio chileno, todos ellos seleccionados y prologado por Josefina Muñoz, y publicados por el Ministerio de Educación. Incluye ese libro tres poemas de Anselmo Raguileo (“Araucanía”, “El canto del pidén” y “El boldo huacho”). Los textos fueron tomados de (García y Galindo. “Poesía Mapuche. Las Raíces Azules de los Antepasados”. Depto. Lenguas, Literatura y Comunicación. Instituto de Estudios Indígenas. UFRO, 2004).

La editora dice –en el prólogo – que el propósito del volumen son varios y destaca el “dar a conocer textos literarios y no literarios, que reflejan apreciaciones interesantes, curiosas a veces, sobre algunos aspectos del país…”, agregando que “Es también una invitación a indagar en la obra de estos autores y autoras, a descubrir y mirar con nuevos ojos el entorno natural del que somos parte…”.

Finalmente, cabe mencionar que este libro incluye trabajos de María Isabel Lara Millapan, Lorenzo Aillapan y Omar Huenuqueo.


LA POESÍA DE ANSELMO RAGUILEO


La fecha exacta en que escribió los pocos poemas que nos dejó – en total quince no lo sabemos, aunque puede deducirse de modo aproximado. Me atrevo pensar que algunos en la década del 50 y los otros en los 60, y no más; pues las principales preocupaciones de Anselmo Raguileo fueron:

  • Superarse académicamente, en la etapa juvenil.
  • Aprehender conocimientos que le permitieran habilitarse para el desarrollo de una propuesta – con base científica de escritura del mapucezugun, durante la primera mitad de la década del 50.
  •     Sobrevivir junto a la familia. (Vivió varios períodos de cesantía. Su primera experiencia matrimonial duró aproximadamente tres años. Tuvo cuatro hijos y se casó dos veces).
  • Trabajar para la organización política (Partido Comunista) a la que ingresó poco después de 1950.
  • Dedicarse a la investigación científica para la consecución de un grafemario del mapucezugun (Primero en la década del 50 y después desde 1980 en adelante; aunque es sabido que dedicó muchos otros momentos a este empeño).
De modo, entonces, que entre las principales preocupaciones del lingüista no estuvo la poesía; sin embargo escribió un conjunto de poemas que adquieren importancia porque – en su mayoría – nos lo muestran ligado a su Saltapura natal y al pueblo que pertenece.

Iniciándose el 2004 se publica el trabajo realizado conjuntamente por Mabel García y Sylvia Galindo (“Poesía Mapuche. Las Raíces Azules de los Antepasados”. Depto. Lenguas, Literatura y Comunicación. Instituto de Estudios Indígenas. UFRO) que muestra “las obras desconocidas de los primeros poetas mapuches”. Se trata de Sebastián Queupul, José Santos Lincomán y Anselmo Raguileo). Al respecto el profesor Hugo Carrasco Muñoz escribe – en el trabajo mencionado de García y Galindo – “que la poesía de Anselmo Raguileo, producto por lo demás lateral o residual en sus preocupaciones intelectuales (…) se halla vinculada sólo en forma parcial a las preocupaciones del núcleo central de la poesía del grupo dedicado primordialmente a la tarea y quehacer de los poetas. Coincide con ellos sólo en la expresión de ciertos aspectos del sentir identitario mapuche,…” Agrega que es más cercana a la expresión poética de Sebastián Queupul[1] y de Pedro Alonzo Retamal.

Ignoro las circunstancias en que Anselmo Raguileo escribió poesía; pero se me ocurre que fueron similares a aquellas que nos motivan a registrar por escritos nuestras emociones cuando nos sentimos particularmente lejanos de nuestra tierra de origen.

Él contó a su hija Ruby que cuando al llegar Santiago no conoció a otra persona mapuche con quien interactuar, que vivió solitario y – además – muy lejos del hogar[2]. En esas circunstancias ocurrió su primer matrimonio y por ello no prosperó, a pesar de los dos nacimientos acontecidos. Entonces, él no habría logrado integrarse satisfactoriamente a la sociedad no mapuche en esa tiempo; lo intentaba, pero desprovisto de la fortaleza que el hábitat propio entrega.

Debió agigantarse en su espíritu la necesidad de la cercanía con Saltapura, su gente y su paisaje. “El boldo huacho” es un poema que nos habla de un boldo que existe desde tiempos que nadie recuerda. Todos los habitantes actuales de Saltapura lo conocen, pues se encuentra a orillas de un camino público y en el terreno que perteneciera al padre de Anselmo Raguileo. Es un patrimonio viviente.

Cuando lo he visto de nuevo
vienen a mi memoria
recuerdos de otros tiempos
que jamás podré olvidar…”                          El boldo huacho


Imagen: Boldo huacho
Fotografía: Erwin Quintupill. Saltapura, 27.06.10.


Imagen: Boldo huacho.
Fotografía: Marcelo. Saltapura, enero 2009.

También los poemas “La alborada” y “Atardecer en mi valle”, “Atardecer” y “Noche de luna” nos sitúan en Saltapura.

“Con sus cantos broncíneos
los gallos del vecindario
están rasgando el silencio”.                          La alborada

“El valle entero va cerrando
lentamente su párpado inmenso
y, las colinas allá lejos,
envueltas ya en su chal gris
acurrucadas esperan la noche.                      Atardecer en mi valle


Imagen: Atardecer.
Fotografía: Erwin Quintupill. Saltapura, enero, 2008.

“Sobre el valle ya dormido,
allá, cubiertas con su negro manto,
ya están las lejanas colinas;
mas, la Cordillera de Los Andes
con su porte majestuoso,
aún levanta su blanco pañuelo,
despidiendo la apacible tarde.”                    Atardecer

“Bajo el embrujo
de tu luz mortecina
y en el frío silencio
de tu atmósfera,
los árboles emergen
de la tierra
como de un  telón
suspendido del cielo”.                                   Noche de luna



“El canto del pidén” nos sitúa en el paisaje de la tarde en Saltapura. Aunque los pidenes (pu pizeñ) emiten su sonido a diferentes horas del día, es particularmente al atardecer cuando más se les puede escuchar, justo a la hora en que el día se va. El silbido que emite – si se escucha de muy cerca – parece surgir de la tierra y puede llegar a asustar a más de algún desprevenido. El canto del pizeñ se liga a la existencia en Saltapura.

“El cherrufe” también es una experiencia vivida por muchos habitantes de Saltapura. Los mayores cuentan a los menores la existencia de visiones que pueden ser representaciones o apariciones del mal. Las hay de muchas formas; una de ellas es el cherrufe (cewvrfe); otras, son el ancimajeñ (anchimalleñ), el wixanalwe (guitranalgue), el uyuce (uyuche), etc. Pocas personas reconocen haber tenido este tipo de “visiones”[3].

“Araucanía” y “Antupillán” nos llevan a la historia aprendida de los antiguos, mezclada con la que nos dio a saber la escuela chilena. Nos habla del Wajmapu en los recuerdos y en la mirada futura. Nos dice de su toma de conciencia (la de Anselmo Raguileo) y de su compromiso social y político. Estos poemas seguramente fueron escritos poco antes o una vez que se incorporó al PC.

En 1968, mientras se desempeña como empleado en FAMAE, participa en un concurso de poesía organizado por esa empresa, obteniendo el primer lugar con “Araucanía”.

¿Dónde están los empinados robles,
los sombríos laureles y los retorcidos olivillos,
testigos milenarios
de esta fecunda tierra?
¿Dónde están los poderosos ulmenes,
los soberbios caciques
y los bravos toquis,
señores de la elocuencia,
de la astucia y el coraje?                                          Araucanía

Sin embargo, Anselmo Raguileo no dedicó su vida a la poesía. Antes que todo lo demás estuvo su compromiso social y político, y como consecuencia de ello su empeño por lograr una propuesta de escritura para el mapuzugun con base científica.

Aún así, no podemos dejar de mencionar que en ese grupo de quince poemas dejados por él, existen cuatro surgidos de su experiencia amorosa. Ellos son: “A mi gran amor”, “El primer beso”, “A una rubia” y “A Leonor”. Probablemente correspondan a la primera etapa de su segunda experiencia matrimonial, excepto “A una rubia”, porque su segunda esposa (Leonor) no lo fue.

Por último existen otros dos poemas: “El pregón de las arvejas” y “Lluvias de invierno”. El primero recrea el trabajo de muchas mujeres mapuche, sobre todo de las del sector de “La Vega”, ubicado al sur de Nueva Imperial y al norte de Villa Almagro, que recorrían y recorren las calles de Nueva Imperial pregonando sus hortalizas y productos de la actividad chacarera. El segundo nos habla del paisaje de invierno, un temporal en que las aguas corren hasta por las alturas, en que el suelo parece romperse con el estruendo de los truenos y la fugaz visión de un rayo intimidante surcando el firmamento de Saltapura: las lluvias del sur. Todo eso, mientras el hombre sale a mirar el estado en que se encuentran sus animales o va por ellos para llevarlos al corral, dependiendo la hora del día. Es parte de la vida cotidiana en su lof de origen, el que Anselmo Raguileo vivió junto a su familia.

Un roble viejo
se derrumba,
lanzando un prolongado quejido                   Lluvias de invierno

Hay mucho que decir, que comentar, que imaginar con la escasa poesía que Anselmo Raguileo, seguramente escribió sin la intención de transformarse en escritor; pues como ya se ha dicho sus preocupaciones principales se manifestaron en otras áreas del vivir; sin embargo, para un habitante de Saltapura es fácil reconocerse en ellos. Al mismo tiempo, al abordar la historia, nos invita a conversar y a reflexionar todos los tiempos.

¿Recordará Leonel Lienlaf que en 1995 conversábamos acerca el poco asombro que nos provocaba el hecho de que tantos hermanos y hermanas se dedicaran a escribir poesía? Nos decíamos, los mapuche poseemos una lengua que es poética; cada vez que un mapuche habla en su idioma lo hace en función de su experiencia de vida, por lo tanto en el habla se reflejan y se observan claramente una serie de imágenes que lo hacen poético. Los antiguos vl son el más claro ejemplo.

De allí entonces que, aunque Anselmo Raguileo, no se dedicara a la escritura poética de modo permanente. En los pocos escritos que nos dejó están las imágenes de la narrativa tradicional mapuche, aunque estén escritas en lengua extranjera.



[1] Sebastián Queupul es originario de Ralipitra, un lof ubicado un poco más al norte de Saltapura; de modo que sus habitantes están emparentados y por lo mismo se conocen.
[2] Entiéndase como hogar no sólo la casa habitación en que se nace y el grupo familiar que allí reside. El hogar mapuche es más que un edificio; es también la familia amplia y todo el espacio circundante (próximo y lejano), es decir, lo son también los demás seres vivientes y los componentes abióticos de nuestro lof.
[3] El autor de esta nota, también originario de Saltapura, ha tenido la ocasión de presenciar más de una visión, aunque de tipo diferente a la descrita en el poema mencionado.

CURSO DE MAPUZUGUN

Desconozco la calidad de este trabajo; pero, quizás haya gente por la capital que necesite un acercamiento o una profundización en lo de la lengua... Simplemente, vaya, escuche, observe, opine... con la tranquilidad de los bosques del sur.


jueves, 18 de octubre de 2012

YO, ESTUDIANTE 1


Imagen: Yo, más o menos, a los cuatro años de edad, en el patio de la casa. Me acompañan "Goliat" y "Toki".
Fotografía: Debió tomarla mi hermana Teodora.

Les paso a relatar de modo resumido el sistema educacional mapuche y chileno que he conocido como estudiante.

Ingresé al mencionado sistema chileno a la edad de seis años, a principios de 1965, sabiendo leer y escribir en castellano y habilitado para sumar y restar con un par de dígitos, pero cantidades pequeñas. Sin embargo, antes voy a referirme a mis primeros aprendizajes “escolares”, debidos a mamá, papá y hermanos que estaban conmigo en ese entonces. De entre los últimos, la más entusiasta fue mi hermana Miriam que iniciando su adolescencia hizo sus primeros ejercicios de maestra conmigo y que desafortunadamente no llevó a término. Se trata – pienso – del sistema escolar mapuche o lo que restaba de él, aunque en mi caso fue mixto o – si se permite – sincrético.

Me habían hecho llegar un silabario (el del “ojo”) durante ese verano y, naturalmente, comencé a impacientar a todos con eso de que quería saber lo que allí se decía. Rápidamente, me pusieron frente a la primera lección. También tuve cuadernos y lápiz de mina y goma de borrar. Cuando esta última se terminaba o se extraviaba servían las migas de pan.

No sé cuántos días habré demorado en deletrear eso del “o-j-o o-jo…” Le puse empeño. Motivación no me faltó nunca: la familia y yo mismo nos encargábamos de eso. Cada vez que demostraba un nuevo aprendizaje, por pequeño que fuera, mamá hacía un alboroto; papá, un poco menos. Él, con su tono pausado y relajado, se encargaba de verificar tanta maravilla que mamá anunciaba en tanto él aparecía por la puerta oscura de nuestra ruka. Eso comúnmente era entrando la noche. Él tomaba el libro y me pedía que deletreara, o que escribiera alguna palabra simple, al comienzo. Siempre se ubicaba en uno de mis costados. Se mostraba real y serenamente asombrado frente a mis aprendizajes. Con su voz suave, profunda y grave. “¡Vaya, vaya! Es verdad lo que dice esta vieja. Yo pensé que estaba mintiendo”. Y poniéndose chocho: “No, pues; si mi hijo sabe escribir ya”. Luego venía una pausa, porque había que comer los alimentos que mamá preparaba para todos.

Después de ensayar varias veces la demostración, papá me hacía pasar a la próxima lección. Me iba guiando, mientras los demás estaban pendientes de todo y en la medida que podían también participaban. Lentamente, me fueron mostrando las diferentes letras del abecedario español. Lentamente me fueron indicando cómo sonaban y también trataron de hacer explicable eso de la c, s y z que suenan iguales. En medio de todo ello, comentaban otras situaciones relacionadas directa o indirectamente con el asunto que nos ocupaba. Comúnmente – calculo – demoraban una hora y algo más en atender mis avances. Mi hermana Miriam se las arreglaba para incorporar lo que ella había aprendido en la escuela.

Durante el día había momentos en que mi hermana me asignaba tareas menores, como escribir palabras, hacer un dibujo alusivo o leer párrafos breves. Mamá estaba siempre cerca vigilando, no se perdía nada de mi proceso, de modo que cuando papá se asomaba por la puerta, soltaba el empacho de todo lo guardado.

Así fue mi primera experiencia escolar, de la mano de papá y mamá y de la familia. Cada logro mío se transformaba en una fiesta: los ojos de mamá brillaban y su risa era cantarina, como el sonido de las aguas que corren por chorrillos entre los bosques; papá mostraba su amplia, sonora y pausada risa, se volvía tierno. Mi hermanos/as celebraban. Fui privilegiado, pues de ahí en adelante me dediqué a perseguir cuanto escaso papel escrito se asomaba a mis ojos, me pasaba las tardes de lluvia encerrado junto a los pocos libros que había en casa (traídos por mis hermanos desde su experiencia escolar: textos de lectura, la mayoría[1]). Esperaba el momento en que papá regresara del pueblo para apropiarme de las hojas de diario con que en ese tiempo envolvían las compras. También me atraían las figuras que ilustraban las lecturas y las fotografías de los diarios.

Poco después vinieron los números y los cuadernos cuadriculados que me parecieron extraordinarios en su estampa reticular. Era una maravilla ordenarlos por cuadritos, escribir los guiones separadores, escribir del uno al diez y después hasta el cien. Saber que había números más grandes me produjo mucho asombro –era una forma de decir “muchos” de modo más específico–, y me enseñaron a relacionarlos con lo que había en mi entorno, incluso con el dinero que papá y mamá solían manejar. Al mismo tiempo me dediqué a insistir en que me enseñaran a “leer” los del gran reloj blanco[2] que solía descansar sobre un velador hecho por mi hermano Olegario, que estaba en Santiago. Aprendí a sumar y a restar, todo en casa.

Capítulo aparte fueron los relatos tradicionales. Con ellos sí que aprendí una enormidad. Básicamente valores y principios y la historia de mi lof, aunque esto era más complejo, me costaba retener tanta información respecto del tuwvn. Los juegos y adivinanzas también resultaron ser motivos de aprendizaje. Las conversaciones de adultos que escuchaba y que después me explicaban, igual. Podría decirse que había “asignaturas”. Me colocaban frente a ellas de modo sistemático; pero, de modo diferente a como lo hace el sistema educacional chileno. Así como las cosas, procesos y sucesos iban apareciendo me iban instruyendo al respecto. En un instante eran los animales; en otro, los vegetales, los fenómenos físicos, las relaciones familiares, la producción para el sustento familiar, las herramientas, las costumbres, los chilenos, etc. Todo esto –lo último– ocurrió desde que tengo memoria. Era exactamente el modo en que tradicionalmente se educaba en la vida[3] y se sigue educando, al menos en nuestros primeros años.

Comentario

Lo interesante de este relato tiene que ver con la forma en que mis padres me presentaron la experiencia del aprendizaje permanente. Podemos decir que ellos utilizaron estrategias propias de lo que hoy en pedagogía se conoce como constructivismo, en que los estudiantes son constructores de sus aprendizajes. De ahí, entonces que logro percibir que la formación tradicional mapuche ocupaba este modo de enseñar. El objetivo último era la formación de un kimce (hombre o mujer) que se desarrollaba en íntimo y comprometido contacto con su entorno, en el que tanto las personas como lo demás tenían el mismo nivel de importancia. ¿De qué otro modo se puede llegar a ser un kimce reconocido, sino interactuando y llegando a conocer la totalidad del entorno.

Mi partida hacia la ciudad para continuar estudios formales truncó este proceso. Acá no pude aprender, por ejemplo, a predecir el tiempo como lo hacía mi padre, quien era capaz de percibir una serie de signos en la atmósfera y en los seres que indicaban lo que habría de ocurrir. Sin embargo, se me abrieron otras posibilidades de aprendizaje, cuestión que abordaré en una próxima entrega; aunque antes me referiré a mi primera escuela formal en Saltapura.


[1] Había también algunos de historia y matemáticas que me resultaban algo complejos. Los de historia sagrada – que regalaba la iglesia católica – me atraían por sus dibujos; pero, su contenido no fueron para nada llamativos. Estos últimos eran como cuentos; pero, nada de interesantes como los que me relataban en la familia y que hablaban de nosotros.
[2] Se trataba de un reloj despertador de unos 10 cm de diámetro, de carcaza blanca y un botón de color rojo para apagar la campanilla. La cuerda era como la de algunos juguetes, de metal y con forma de mariposa.
[3] El acompañamiento de una persona mayor, calificadamente experimentada, era determinante para la formación de un kimce (kimwenxu o kimzomo), nuestro propósito último como integrante de la comunidad mapuche.