Imagen: Mi ñarki wenvy AKUCA
Fotografía: Erwin Quintupill (enero, 2017)
El día en que nací, mi padre biológico no estuvo a mi lado,
ni se interesó por saber de mí. Fui un niño abandonado por su progenitor[1].
Mi madre biológica (no mapuche) se las arregló para criarme, de un modo
semejante – supongo – a como lo han hecho/hacen miles de mujeres; pero, en
algún momento la situación se le complicó y salió en busca de ayuda o mejor
dicho de alguien que siguiera conmigo, sustituyéndola. La conozco y nunca me
comentó la causa que la llevó a aquello; probablemente, no le aceptaron
trabajar conmigo. Ella toda su vida fue empleada doméstica. La cuestión es que
un día del verano del 60 llegó hasta Saltapura, en busca de mi abuela paterna,
para pedirle que se hiciera cargo de mí[2].
(Al parecer, el progenitor aún no se daba por enterado). Mi abuela no quiso
quedarse conmigo. Yo estaba afectado – al parecer – de sarna, porque cuenta la
tía Zoila que solía llevarme (mi madre biológica) a la quinta, para echarme
jugo de siete venas en los granos.
En ese contexto hicieron su aparición Juan Bautista Raguileo
Lincopil y Carmela Ñancupil Lienleo. Ellos eran un matrimonio que – a ese
entonces – tenían siete hijos e hijas. La menor de todos tenía ya más de cinco
años… y decidieron tener un hijo más. Fueron hasta donde se estaba quedando mi
madre biológica y se ofrecieron – generosamente – para hacerse cargo de mi
crianza, por el tiempo que quisiera. Por eso se transformaron en mis padres.
Más o menos en ese tiempo, mi padre biológico apareció para
reconocerme legalmente como su hijo. Era un hombre joven por entonces, de unos
25 años aproximadamente. Sin embargo, él contrajo matrimonio con otra persona y
me veía sólo en los veranos – por unas horas – cuando se aparecía en plan de
vacaciones. En esas ocasiones solía traer algunas cositas para el niño: un par
de cortes de género, que mi mamá transformaba en calzoncillos y camisas, y
algunos juguetes[3].
Mi madre biológica tuvo algún contacto conmigo, por medio
del correo. Alguna vez me envió un par de libros: eran novelas de aventuras. También
me hizo llegar un silabario, el del ojo. Recuerdo como algo excepcional una
torta o algo parecido y desconozco como llegó hasta nuestra casa en Saltapura;
pero, tengo la impresión de que fue un regalo de ella. Más no recuerdo; pues,
nunca volvió…
Para mí, ambos padres biológicos fueron desconocidos durante
mis primeros años. Cuando me enteré de sus existencias, asumí que eran mis
padrinos. Mientras tanto, mis padres me criaban como a un niño mapuche: se
preocupaban de mi alimentación, de mis ropas, de asearme y de darme mucho
afecto. Yo, definitivamente, era el regalón. No recuerdo que me hayan golpeado
o de que me hayan castigado ejerciendo violencia física. Me amenazaron con
castigarme, sí; en más de una ocasión; pues, debe considerarse que siempre fui
de carácter fuerte.
Como parte importante de mi educación me narraban epew y
también adivinanzas. Yo pedía que lo hicieran, insistentemente. También les
escuchaba hablar en mapuzugun. Siempre estaban hablando y rara vez discutían
con vehemencia. Nunca les vi golpearse ni decirse groserías, ni siquiera usaban
la palabra “weón”. Según ellos, era feo.
Un día de esos, consideraron que era el momento de enseñarme
a escribir y a leer el castellano. Y lo hicieron. Mi hermana Miriam que
empezaba a ser adolescente, se sumó con entusiasmo a la tarea. También me
enseñaron los números, a sumarlos y a restarlos. Me hablaron de lo bueno del
saber. Así entendí que llegar a ser considerado kimce era una meta de cualquier
persona que se preciara a sí misma.
Hace 23 años que ya no están. Al día siguiente de haber
sepultado a mi papá, mis hermanos se reunieron en el patio de la casa, para
tomar algunos acuerdos. Me informaron que él – mi papá – dejaba ordenado que de
lo que dejaba como herencia se repartiera entre todos, incluyéndome. Había
dicho que si yo deseaba construir un colegio, lo hiciera en donde pensaba
hacerlo. Así me enteré de que su afecto de padre iba más allá de todo lo
pensado hasta entonces. Yo fui y sigo siendo su hijo, el de Juan y Carmela.
Ambos me amaron infinitamente, me hicieron suyo, me dieron una identidad y un
sentido de vida. Todo lo que soy se los debo a ellos, pues aunque no pudieron
darme apoyo económico para que estudiara, todas mis opciones en el plano social
y político están atravesados por el estilo de vida que tuvieron. Cualquier cosa
que mis hermanos/as hagan o no hagan, no me los quitará de la cotidianidad.
Están en mis sentimientos y pensamientos a diario, en cada logro significativo.
Los demás podrán fallarles, incluso olvidarles; menos yo.
[1] Se
llamó Francisco Quintupill Lienleo y falleció en 1982.
[2]
Probablemente, su familia o su madre tampoco quiso o pudo hacerse cargo de un
crío de año y medio de edad.
[3]
Años después me di cuenta que en la fábrica en que él trabajaba acostumbraban
hacer una fiesta para los niños en el día de Navidad, y entregaban juguetes
como los que él me llevaba hasta Saltapura. Entonces, pensé que quizás no los
compraba.
1 comentario:
Que bonito y puro sentimiento. Siempre ha sido más hijo que otros. No sólo los viejitos deben haberlo notado.
Se agradece su compromiso y entrega.
Se le quiere gratis y de verdad.
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