SALTAPURA EN LLAMAS[1]
TRES
LOF ARDEN DEJANDO GRANDES PÉRDIDAS
Por Erwin Quintupill
Fotografías: Erwin Quintupill
La destrucción fue/es grande. Fuimos
arrasados. Todo quedó trastocado, excepto las casas que no se quemaron. Era
poco más de las cuatro de la tarde, bajo un sol abrasador, cuando Guillermo me
avisó que “hay un incendio” en la lejanía. Está llegando mucho pulchén[2]
comenta. Salgo hacia lo alto y veo una columna gris clara. No es tan lejos y no
ha llovido desde diciembre. Está todo seco, demasiado seco. Casi todas las
familias están siendo abastecidas de agua, desde la Municipalidad. Esa mañana
todos habíamos comentado lo extraño de la brisa, de la temperatura. Ahora el
aire se llena de restos de hojas quemadas que el viento trae. Me inquieto.
Suena el teléfono. Es un sobrino que desde Nueva Imperial me pregunta por el
incendio. “No es aquí; pero, está cerca – le respondo –; además, el viento
sopla hacia nosotros”. Así me entero de que es bombero.
Bajo a la casa, me coloco zapatos y subo a la
de mi primo Herman. Allí la gente está definitivamente preocupada.
Increíblemente, ya está muy cerca y han pasado menos de diez minutos. Puedo ver
que de la plantación de pinos de Víctor Reyes sale un humo espeso. Marco y
Fernando van y vienen, se detienen, observan y continúan. Mi primera intención
fue ir hasta el lugar, para ayudar. Sin embargo, ahora estoy fotografiando la
proximidad del incendio… De pronto, una lengua de fuego se levanta hacia el
firmamento. Todos exclamamos lo que se nos vino a la cabeza. Por encima de los
pinos, muy altos, ¡cuántos metros estaba alcanzando esa locura! Era como la
lucha de Xeg Xeg contra Kay Kay… El cielo se oscurece; es posible mirar al Sol:
un disco rojizo indicando eso de las cuatro y media, más o menos.
Cuando vi que la parte alta de la colina del
frente, justo allí donde vive Francisco Canales, se llenaba de llamas, no pude
contenerme y corrí hacia la casa, a todo cuanto mis piernas artrósicas me
dieron. Mi hermana había ido al pueblo y el bus ya estaba regresando. Mis
sobrinas estaban atendiendo la visita de funcionarios del Injuv, por eso del
baño seco. Sólo atiné a tomar mis documentos, la computadora con que escribo,
una parca por si al regreso la casa no estuviera y una toalla que mojé
abundantemente, mientras colocaba las cadenas a Piciwenvy y Pezan. Mis sobrinas
habían llegado y hacían lo mismo. Guillermo preparaba herramientas para salir a
ayudar. Las mujeres de ciudad no pueden hacer mucho en este caso y mi Loreto ya
huía con su hija de dos años y unas pocas cosas sobre la carretilla. ¡Vamos
rápido! ¡Vamos! ¡Vamos! Angélica daba vueltas y vueltas. Carina, muy
compungida, cargaba su mochila.
Subimos al alto, cuando el humo nos rodeaba.
En eso vimos el fuego a corta distancia, a apenas unos cien metros de la casa.
Mis perros quietos a mi lado y mis sobrinas subiendo con dificultad hacia la
colina. Las vi usar el teléfono y me di cuenta que no lograban comunicarse. ¡A
salir de aquí! ¡Al camino! ¡Salgamos! ¡Salgamos! Ya en el camino, el fuego
avanzaba por el cerco de pica pica. ¡Mierda, todo está seco! Y mis sobrinas no
van a llegar al portón. Les grito que avancen hacia la otra esquina. Por allí
el cerco es débil y podemos romperlo para que salgan. Veo a mi cuñada Marta que
va con sus perros y una bolsa. Sus hijos la acompañan. El pequeño Matías estaba
siendo rescatado por Chemo de a caballo. ¡Llévatelo! ¡Después vamos a buscarlo!
Sigo por el camino, en dirección oeste.
Aparecen camionetas con personas de Nohualhue que vienen a ayudar. Se regresan.
El fuego es enorme. Y así nos fuimos alejando. Las muchachas lloraban. La
carretilla con que huía Loreto estaba volcada a la salida y no sabíamos hacia
dónde había partido. Mi niña no es tonta pensaba, sabe cómo alejarse; pero,
llamaba y volvía a llamar a su teléfono sin tener respuesta. Guillermo
regresaba de su vano intento por ayudar y gritaba todo cuanto podía el nombre
de mi niña. Volvía al sitio del fuego y retrocedía, siguiéndonos. Los demás
también gritábamos; pero, nadie nos escuchaba. Los que venían en dirección
contraria no la habían visto.
Ya en el bajo, cerca del paradero de micro,
vi que junto a la casa de Luisa había fuego. El humo lo oscurecía todo.
Apareció el sobrino Alvaro que llegaba desde el pueblo. En ese momento, Loreto
me llama al teléfono y sé que está en casa de José, que la había recogido en el
camino. Hay mucha gente que decididamente ingresa a la zona que se está
quemando. Mientras, llamo y llamo a todos cuantos puedan saber del bus que
venía a Saltapura, para saber de mi hermana. Nos fuimos a la cancha del
Galvarino. De pronto, en una loma contigua veo humo, saliendo desde los
pastizales. El camión repartidor de agua está allí también; pero, reaccionan un
poco tarde. El fuego avanza como el agua por la pradera; llega al camino,
quemando los matorrales y veo lenguas de fuego que se apoderan de los del
frente. De allí, sigue su loca carrera en dirección al estero, al pitranto[3]
y las casas de la Clementina, mi prima Norma, el peruano, Guillermo. El sobrino
Álvaro, en short y sudadora, impulsivamente se apodera de la maguera del camión
y va mojando los pastizales en un vano intento por detener el incendio que –
literalmente – nos llega desde las alturas. Le escucho llamar al alcalde y al
mismo tiempo quiere llegar al interior de Saltapura, en donde vive su abuela.
La tía Raquel, en silla de ruedas, está allí. Nadie sabe cómo llegó. La cuidan
mis sobrinas y otras gentes que han llegado. Don Benjamín, el vecino, parece un
niño abandonado. En un momento cargan con todos ellos en uno de los vehículos y
los alejan hacia el norte. Yo decido seguirlos. En eso, se acerca el ruido de
la sirena. Los bomberos de Nueva Imperial han llegado e ingresan a nuestro
territorio. Poco antes habían llegado dos helicópteros.
Mientras me alejo, miro en dirección a mi
Saltapura y sólo veo humo; la silueta de sus colinas es difusa, los bosques se
queman. Seguramente, nuestras casas ya no están y pronto ocurrirá lo mismo con
las de más acá. Marta me ha pasado a una de sus perras que va obediente junto a
mí y los dos míos. Por el camino, se me perdió el Kona y el Choco se regresó,
sin hacer caso a los gritos que le quisieron regresar. Los demás animales
domésticos quedaron a su suerte. Sólo vi que Fernando abría la tranca de un
potrero, para que sus vacunos salieran al camino; pero, nunca vi el camino que
tomaron. Después supe que estuvieron hasta en nuestra quinta. Las ovejas, los
chanchos, los pollos, los gatos todos supieron arrancar y sobrevivieron. Los
vacunos bramaban; los demás, huían en silencio. Días después, el vecino Cata
contaba que vio ratones y conejos huir despavoridos, algunos quemándose.
Desde lo alto de una colina, en Reyke, vi
como el fuego arrasaba con más del 50% de Saltapura. Los helicópteros iban y
regresaban. Dejaban caer su carga de esperanza una y otra vez. Aparecieron
otros de carabineros surcando el aire, seguramente reportando la situación por
los sitios en que el fuego ya había pasado. A ratos, se perdían tras las nubes
de humo insistente. Ahora ardía la parte baja de Millacoy. El fuego había
llegado desde Bolonto. Un extraño viento puelche lo llevó hasta nosotros. Pasó
una camioneta de la prensa. Me encontré con Pablo que en moto había entrado al
lugar y me dio a saber que la casa estaba allí. Decidí volver cuando la tarde
ya se iba. Por el teléfono mi Loreto me informaba que ya estaba de regreso, que
volviera.
La casa de Luisa estaba en pie. Los vecinos
lograron salvarla. El paisaje era negro. Sólo cenizas y esqueletos de
vegetación. El local de la Escuela también estaba y la casa de Benjamín. Sólo
unos pocos cercos permanecían levantados, aunque profundamente quemados.
Nuestra casa, vieja, desvencijada, estaba allí; pero, a su alrededor todo
estaba destruido, teñido de un negro intenso, como la noche que empezaba a
cobijarnos, y nosotros sintiéndonos inmensamente desolados. La quinta estaba
quemada. Las manzanas pendían achicharradas. Llegaron los bomberos – me cuentan
–, ellos salvaron la casa. Pero, la de Víctor, la de Pancho y la de Alejandro
ya no están. El fuego entró por el este y por el sur, dejando un pequeño
espacio sin quemar; justo en donde se encuentran las casas de Herman, la de mi
hermano José y la nuestra. Menos mal que llegaron los bomberos y mucha otra
gente de Quilaco, de Hueychahue. Entre todos detuvieron las llamas. La casa del
vecino Cata, la salvaron los de Hueychahue y el Pablo Elías. Las historias
comienzan a cruzarse, mientras cargamos agua en baldes, para apagar las
empalizadas, los troncos y parte del
bosque que sigue ardiendo, ahora en calma. Me introduzco al sitio en que
dejamos las cenizas de mi amiga Erna y encuentro el roble de Laurel intacto.
Sus cenizas están allí y a su alrededor todo está quemado. Siento que el calor
ingresa hasta mis pies. El suelo está caliente. Hay sólo cenizas, unos pocos
árboles en pie y un intenso olor a vegetal carbonizado que semanas después
seguirá allí.
Esa noche, casi nos amanecimos atentos a cada
brote de fuego que se iniciaba. Llegó gente de Nohualhue, en una camioneta,
cargando agua que habían tomado de una vertiente del cerro. Los bomberos
seguían vigilando por los caminos, los camiones aljibes con agua de río nos
abastecían y también la lanzaban en los cercos que permanecían ardiendo. El
viento ahora soplaba peligrosamente. Como a las dos de la mañana, hubo fuego
intenso junto a la casa de Benjamín y mucha gente que – vaya uno a saber de
dónde salía – lo apaciguó. Me fui, por el camino, para vigilar, y me encuentro
con mis primas Teresa y Elsa y sobrinas/o que venían a saber de nosotros. En
medio de la noche y con muchos fuegos pequeños prendiéndose por todas partes,
estuvimos conversando nuestras impresiones. Junto a ellos iba un perro grande y
hermoso. Es de la Luisa me informan. Hay muchas camionetas circulando y el
perro se acerca a ellas, en busca de su dueña.
El viejo roble de laurel que conocí desde
niño, yacía en el suelo, junto a su ropa de enredaderas de kowvj (cogüil).
Quebrado en tres partes, se consumía. Parecía un sueño y no realidad. Hacia el
sur se veían llamas quemando un pino y matorrales. Fui al cementerio, solo. La
puerta y la caseta de entrada estaban quemadas. Recorrí las tumbas y estaban
intactas. Nuestros muertos descansaban. Cuando comuniqué este hecho al día
siguiente, tuve un suspiro de conformidad por respuesta.
Al día siguiente, de nuevo estuvimos ocupados
apagando los rebrotes y comentando el modo en que cada uno lo vivió, de cómo
llegó tanta gente a ayudarnos, de que nada se perdió. Por ejemplo, en el apuro,
Guillermo dejó la motosierra en el camino de entrada. Esa misma tarde, llegó
alguien de Quilaco, cargándola. Fernando vio que de una camioneta roja se
bajaron para cargar la carretilla que Loreto dejó en el camino. Al día
siguiente, la carretilla estaba en casa. Cuando pregunté quién la trajo, me
respondieron: los de la camioneta roja la dejaron allá arriba, en la casa de mi
primo, y no preguntaron quieres eran.
Entre otras historias cruzadas: muchos
parientes que se hallan en Nueva Imperial viajaron en lo que pudieron. Por el
camino, nos encontrábamos, nos abrazábamos y nos conformábamos con estar.
Algunas lloraron, porque en ese momento no sabían que su casa estaba sana, y
cuando huyeron vieron el fuego muy cerca de ella. Lino me dice que aguantó
todo, hasta que llegó a la entrada y vio el viejo laurel en el suelo,
quemándose, junto a su envoltura de kowvj. “En ese momento, no me aguanté – me
cuenta – y me puse llorar. ¡Era mucho!”. “Terminar así – me comenta su pareja –
¡quemado!”. Siento que hay algo en común y hablamos del escaso bosque nativo
tan dañado. Decimos que la asistencia estatal seguramente no lo considerará y
acordamos ponernos a trabajar para conseguir recursos. La idea es iniciar un
plan de reforestación y cerrarlo. El poco pitranto que había en nuestra casa
desapareció, les comento. Del Rono para allá, es lo mismo, toda la vegetación
del estero está quemada. Kowvj mawiza, ¿cómo estará?. Por la tarde, vimos que
está casi todo quemado. Queremos que esos árboles y arbustos vuelvan a estar
con nosotros, laureles, hualles, boldos, arrayanes, michayes, quilas, koliwes,
pataguas, copihues, kilos, kulles, pitras, canelos, hongos, olivillos,
maitenes, mañíos, desconocidos y demases. Queremos que los animales silvestres
vuelvan, porque en los días siguientes muchos de ellos no lo habían hecho. Me
encontré con ratones fallecidos en el intento de escapar y una perdiz
chamuscada, quieta en su muerte alada. Imagino que se ahogó, porque su plumaje
está casi intacto. Yo vi unas lagartijas y una culebra en la plantación de
atrás, me dice Fernando. Afortunadamente, el fuego avanzó con mucha rapidez, de
modo que los animales que se escondieron bajo el suelo sobrevivieron. Creemos
que será posible, porque la gente se mostró solidaria de verdad. Hubo tanta
generosidad compartida en esa noche, particularmente. Y en los días siguientes
también, especialmente con los que perdieron su casa.
Por la tarde, visitamos a Pancho. Había allí
mucha gente construyendo una mediagua. El concierto de los martillos era
esperanzador, definitivamente. De la casa de muchos años no quedaba más que
escombros. Milagrosamente, el galpón estaba intacto. Me lo apagaron gente de
por allá, me cuenta Pancho, porque él atinó nada más que a salir y llevar a su
pareja a un sitio en que el fuego no les alcanzara. Los dos estamos viejos, se
disculpa. Me ha venido a ver mucha gente y me han traído de todo, agrega. Pero,
comenta que la asistencia estatal ha sido lenta, cuestión que corroboro dos
semanas después. En la última visita, me dice que le urge recibir una mediagua
desde la Municipalidad, porque la rancha que levantaron los vecinos se
construyó con lo que él tenía y lo que regaló la gente. Es insuficiente, es
precaria la construcción. Esperamos que pronto – quizás en un mes más – lleguen
las primeras lluvias. Ojalá. Así se apagarán los troncos y las raíces que
siguen quemándose por debajo del suelo.
***
El primer martes de marzo hubo reunión
ordinaria en la comunidad. Vino gente de la Conadi, un concejal, uno de Indap y
otros más. Informaron que movilizarán recursos para asistir la reposición de cercos
y bodegas, principalmente. También, para paliar la crisis del agua. Se
mencionaron ideas para construir un tranque comunitario, etc. Con fondos de
emergencia, el municipio entregó fardos de paja, al día siguiente; pero, a los
animales mayoritariamente no les satisface. Acordamos levantar un catastro de
todas las pérdidas, porque el realizado por las funcionarias del PDTI fue
parcial. Ellas recorrieron las casas, al día siguiente, pero la gente estaba
muy choqueada y omitió información relevante, como quintas, bosque nativo y
chacras. También conversamos de cómo proceder en caso de que la catástrofe se
repitiera. La organización no estaba preparada. No formamos un comité en forma
inmediata, por ejemplo. Todo fue impulsivo. De esta tragedia tenemos que aprender.
***
Finalmente, informo que la reconstrucción es
una tarea que será lenta. Cuando llegue el momento de levantar los cercos – una
vez que haya llovido y los suelos estén blandos – requeriremos de gente que
pueda colaborar haciendo hoyos para estacar, y para estirar las mallas y
alambres. Suponemos que llevará todo el otoño y parte del invierno. Tendremos
que hacer un gran malaltun (mingako de cerco) que, predio por predio, vaya
dejando las cosas como estaban. Lo mismo habremos de hacer para reponer el bosque
nativo que perdimos[4]. Nosotros, en casa,
veremos si podemos repoblar de manzanas la quinta que construyeron papá y mamá
al momento de iniciar su vida juntos. Por ahora, veo como agonizan los árboles
que mi padre plantó. Mamá me contó alguna vez que se dedicaron a hacer
almácigos de las diferentes variedades que encontraron, que las criaron y a los
años instalaron la preciada quinta. De allí nos proveímos de chicha y orejones.
En el último tiempo – además – se vendían algunos sacos. El año pasado, se hizo
xafkintu de manzanas por papas. Este año no habrá chicha queridos borrachines.
Habrá que ingeniárselas para brindar por la poca vida que nos queda.
De momento, espero que, de entre quienes leen
este blog, algunos acudan al llamado de mingako si así ocurre, ya que en una de
esas, con la gente de acá baste.
[1] El incendio ocurrió la
tarde del 25 de febrero. Se dice que se inició en el sector de Pilolcura,
Bolonto, introduciéndose a Saltapura. Lo detuvieron en Millacoy. Era un día
caluroso, despejado, seco.
[2] pulchén: restos de hojas calcinados que son
llevados por el viento.
[3] Pitranto: Chilenismo para denominar un
conjunto de pixa (pitras), árboles que crecen en los esteros y mallines
(lagunas temporales).
[4] Actualmente hay muy poco bosque nativo en
Saltapura; sólo algunas familias los conservan; nosotros, entre ellas.
1 comentario:
mientras leía cada linea, y ayudado por las imagenes, podía imaginarme yo ahi en medio de fuego y desesperación, lamento mucho lo ocurrido, un abrazo gigante a todos mis familiares, mis coterraneos!!
gracias por la lectura tio Erwin
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