jueves, 18 de octubre de 2012

YO, ESTUDIANTE 1


Imagen: Yo, más o menos, a los cuatro años de edad, en el patio de la casa. Me acompañan "Goliat" y "Toki".
Fotografía: Debió tomarla mi hermana Teodora.

Les paso a relatar de modo resumido el sistema educacional mapuche y chileno que he conocido como estudiante.

Ingresé al mencionado sistema chileno a la edad de seis años, a principios de 1965, sabiendo leer y escribir en castellano y habilitado para sumar y restar con un par de dígitos, pero cantidades pequeñas. Sin embargo, antes voy a referirme a mis primeros aprendizajes “escolares”, debidos a mamá, papá y hermanos que estaban conmigo en ese entonces. De entre los últimos, la más entusiasta fue mi hermana Miriam que iniciando su adolescencia hizo sus primeros ejercicios de maestra conmigo y que desafortunadamente no llevó a término. Se trata – pienso – del sistema escolar mapuche o lo que restaba de él, aunque en mi caso fue mixto o – si se permite – sincrético.

Me habían hecho llegar un silabario (el del “ojo”) durante ese verano y, naturalmente, comencé a impacientar a todos con eso de que quería saber lo que allí se decía. Rápidamente, me pusieron frente a la primera lección. También tuve cuadernos y lápiz de mina y goma de borrar. Cuando esta última se terminaba o se extraviaba servían las migas de pan.

No sé cuántos días habré demorado en deletrear eso del “o-j-o o-jo…” Le puse empeño. Motivación no me faltó nunca: la familia y yo mismo nos encargábamos de eso. Cada vez que demostraba un nuevo aprendizaje, por pequeño que fuera, mamá hacía un alboroto; papá, un poco menos. Él, con su tono pausado y relajado, se encargaba de verificar tanta maravilla que mamá anunciaba en tanto él aparecía por la puerta oscura de nuestra ruka. Eso comúnmente era entrando la noche. Él tomaba el libro y me pedía que deletreara, o que escribiera alguna palabra simple, al comienzo. Siempre se ubicaba en uno de mis costados. Se mostraba real y serenamente asombrado frente a mis aprendizajes. Con su voz suave, profunda y grave. “¡Vaya, vaya! Es verdad lo que dice esta vieja. Yo pensé que estaba mintiendo”. Y poniéndose chocho: “No, pues; si mi hijo sabe escribir ya”. Luego venía una pausa, porque había que comer los alimentos que mamá preparaba para todos.

Después de ensayar varias veces la demostración, papá me hacía pasar a la próxima lección. Me iba guiando, mientras los demás estaban pendientes de todo y en la medida que podían también participaban. Lentamente, me fueron mostrando las diferentes letras del abecedario español. Lentamente me fueron indicando cómo sonaban y también trataron de hacer explicable eso de la c, s y z que suenan iguales. En medio de todo ello, comentaban otras situaciones relacionadas directa o indirectamente con el asunto que nos ocupaba. Comúnmente – calculo – demoraban una hora y algo más en atender mis avances. Mi hermana Miriam se las arreglaba para incorporar lo que ella había aprendido en la escuela.

Durante el día había momentos en que mi hermana me asignaba tareas menores, como escribir palabras, hacer un dibujo alusivo o leer párrafos breves. Mamá estaba siempre cerca vigilando, no se perdía nada de mi proceso, de modo que cuando papá se asomaba por la puerta, soltaba el empacho de todo lo guardado.

Así fue mi primera experiencia escolar, de la mano de papá y mamá y de la familia. Cada logro mío se transformaba en una fiesta: los ojos de mamá brillaban y su risa era cantarina, como el sonido de las aguas que corren por chorrillos entre los bosques; papá mostraba su amplia, sonora y pausada risa, se volvía tierno. Mi hermanos/as celebraban. Fui privilegiado, pues de ahí en adelante me dediqué a perseguir cuanto escaso papel escrito se asomaba a mis ojos, me pasaba las tardes de lluvia encerrado junto a los pocos libros que había en casa (traídos por mis hermanos desde su experiencia escolar: textos de lectura, la mayoría[1]). Esperaba el momento en que papá regresara del pueblo para apropiarme de las hojas de diario con que en ese tiempo envolvían las compras. También me atraían las figuras que ilustraban las lecturas y las fotografías de los diarios.

Poco después vinieron los números y los cuadernos cuadriculados que me parecieron extraordinarios en su estampa reticular. Era una maravilla ordenarlos por cuadritos, escribir los guiones separadores, escribir del uno al diez y después hasta el cien. Saber que había números más grandes me produjo mucho asombro –era una forma de decir “muchos” de modo más específico–, y me enseñaron a relacionarlos con lo que había en mi entorno, incluso con el dinero que papá y mamá solían manejar. Al mismo tiempo me dediqué a insistir en que me enseñaran a “leer” los del gran reloj blanco[2] que solía descansar sobre un velador hecho por mi hermano Olegario, que estaba en Santiago. Aprendí a sumar y a restar, todo en casa.

Capítulo aparte fueron los relatos tradicionales. Con ellos sí que aprendí una enormidad. Básicamente valores y principios y la historia de mi lof, aunque esto era más complejo, me costaba retener tanta información respecto del tuwvn. Los juegos y adivinanzas también resultaron ser motivos de aprendizaje. Las conversaciones de adultos que escuchaba y que después me explicaban, igual. Podría decirse que había “asignaturas”. Me colocaban frente a ellas de modo sistemático; pero, de modo diferente a como lo hace el sistema educacional chileno. Así como las cosas, procesos y sucesos iban apareciendo me iban instruyendo al respecto. En un instante eran los animales; en otro, los vegetales, los fenómenos físicos, las relaciones familiares, la producción para el sustento familiar, las herramientas, las costumbres, los chilenos, etc. Todo esto –lo último– ocurrió desde que tengo memoria. Era exactamente el modo en que tradicionalmente se educaba en la vida[3] y se sigue educando, al menos en nuestros primeros años.

Comentario

Lo interesante de este relato tiene que ver con la forma en que mis padres me presentaron la experiencia del aprendizaje permanente. Podemos decir que ellos utilizaron estrategias propias de lo que hoy en pedagogía se conoce como constructivismo, en que los estudiantes son constructores de sus aprendizajes. De ahí, entonces que logro percibir que la formación tradicional mapuche ocupaba este modo de enseñar. El objetivo último era la formación de un kimce (hombre o mujer) que se desarrollaba en íntimo y comprometido contacto con su entorno, en el que tanto las personas como lo demás tenían el mismo nivel de importancia. ¿De qué otro modo se puede llegar a ser un kimce reconocido, sino interactuando y llegando a conocer la totalidad del entorno.

Mi partida hacia la ciudad para continuar estudios formales truncó este proceso. Acá no pude aprender, por ejemplo, a predecir el tiempo como lo hacía mi padre, quien era capaz de percibir una serie de signos en la atmósfera y en los seres que indicaban lo que habría de ocurrir. Sin embargo, se me abrieron otras posibilidades de aprendizaje, cuestión que abordaré en una próxima entrega; aunque antes me referiré a mi primera escuela formal en Saltapura.


[1] Había también algunos de historia y matemáticas que me resultaban algo complejos. Los de historia sagrada – que regalaba la iglesia católica – me atraían por sus dibujos; pero, su contenido no fueron para nada llamativos. Estos últimos eran como cuentos; pero, nada de interesantes como los que me relataban en la familia y que hablaban de nosotros.
[2] Se trataba de un reloj despertador de unos 10 cm de diámetro, de carcaza blanca y un botón de color rojo para apagar la campanilla. La cuerda era como la de algunos juguetes, de metal y con forma de mariposa.
[3] El acompañamiento de una persona mayor, calificadamente experimentada, era determinante para la formación de un kimce (kimwenxu o kimzomo), nuestro propósito último como integrante de la comunidad mapuche.

No hay comentarios: