Marzo de 1969
En
marzo de 1969 me trasladaron a vivir a la comuna de Talcahuano, porque allá se
encontraban mis padres biológicos, quienes habían manifestado hacerse cargo de
mi formación de allí en adelante. Ingresé a un colegio de niños en que la
situación era la misma, salvo que mi profesora jefe (María Isabel Lara) supo
situar mi condición ante el curso que me recibió curioso. No recuerdo las
palabras que pronunció. Creo que habló de los primeros habitantes, de la “resistencia
araucana” y cosas por el estilo. Todo ello, porque sorprendió a uno de los
integrantes del curso haciéndome motivo de entretención. Fue la primera y
última vez que alguien me llamó indio. Posteriormente, yo mismo me autodefino
como tal, como una forma de revertir el sentido. Sí, soy mapuche, soy indio, no
chileno. Un “indio de carajo”, como decía (¿o dirá aún)?) mi primer profesor.
En ese
colegio, ubicado en la actual comuna de Hualpen, éramos solo niños. Es la única
vez que viví esa situación anómala de vivir separado de las mujeres. En
Saltapura estábamos todos juntos y en muchas ocasiones compartíamos los juegos.
Allí
comencé con mis problemas de inserción social. Hice un par de amistades; pero,
no llegué a ser parte de un grupo. No me iba bien ni mal. Me hice del montón.
No conocía la ciudad ni me animaba a explorarla.
Llegué
a vivir con mi madre biológica. Lo hacíamos en una mediagua, ubicada justo al
lado de un galpón-bodega en donde se guardaban los materiales de construcción
de la población que se construía, por medio del sistema de autoconstrucción. A
unas dos cuadras estaba la calle Colón y por el otro lado el aeródromo de
Hualpencillo. Desde allí veía salir y llegar pequeños aviones. A la distancia
se veían los inmensos hangares; pero, jamás me aventuré por allí. La pista de
aterrizaje estaba en el centro de un terreno eriazo, cubierto de pasto de color
claro y matas de chochos, a unos cien metros de las pocas mediaguas levantadas
allí.
Las
demás familias, unas diez más o menos, eran de aquellas que no tenían en donde
vivir y temporalmente – mientras se construían sus futuros hogares – fueron
autorizadas para vivir en las inmediaciones. Había poca gente por allí. El
colegio – en la Población Armando
Alarcón del Canto – no estaba tan lejos, aunque de eso me di cuenta mucho
tiempo después. Lo entretenido del lugar es que no había mucha gente y de poco
ruido. Me la pasaba leyendo o escuchando música en una vieja radio de tubos que
nos facilitó un vecino que no disponía de luz eléctrica.
La enseñanza media
Después
vino la enseñanza media, en un Liceo fiscal, ubicado en el sector Las Salinas,
cuyo cerco estaba prácticamente todo en el suelo. Aún así, tengo la impresión
de que no estaba tan mal, porque mis compañeros/as de 4º medio quedaron todos
aceptados en la universidad, excepto uno. Eso sí, quienes no estaban motivados
para estudiar, simplemente se iban hacia la parte trasera, en donde no había
obstáculo alguno que impidiera correrse de clases.
Julio de 1973
De esa
época, recuerdo a los profesores Pérez (María y David). Ambos enseñaban
matemática. Cuando María debió dejar la jefatura de nuestro curso, se las
arregló para heredársela a su hermano. Con él tuvimos nuestro mejor paseo de
estudiantes, acampando a las orillas de un río en Diuquín (cerca de Laja).
También recuerdo al profesor Sadi Mora, un hombre serio (por el cual algunas
compañeras se derretían), porque en una ocasión nos llevó a la Laguna Grande de
San Pedro, y exploramos junto a él los pantanos de sus alrededores. Nos hizo
tomar muestras de agua. Lo mejor vino después, porque habilitó parte de unos
talleres que casi no se usaban como sala de estudios. Allí con un par de lupas
y unas pocas cápsulas Petri descubrimos la regeneración de las planarias. Fue
alucinante, ya que al momento de los recreos nos íbamos a ese lugar. Raro, ¿no?
Lo que quiero dar a notar es que el Liceo estaba mal habilitado, pero que
algunos profesores/as –creativamente– se las arreglaron para lograr
aprendizajes significativos en nosotros. “El que quiere, puede”, dicen por ahí;
además, la mayoría de mi curso era inquieto por aprender.
El
primer profesor de música que tuve fue todo un estímulo. Nos hizo cantar en
coro y cuando nos escuchamos, inflamos el pecho como pavos enamorados. Con él
hice mi primer trabajo de investigación. Con él conocí las “Coplas al viento”
de los Quelentaro. En su clase supe que “Imagine” de John Lennon podíamos
considerarla una canción de protesta social, según la presentación de una
compañera. Igualmente recuerdo a la profesora de Ciencias Naturales,
participando en una marcha en la calle Colón, organizada en apoyo al gobierno
de la Unidad Popular. Debió ser en 1973. Nunca más supe de ella. Fue la primera
vez que vi a una profesora en una manifestación callejera.
Allí
tampoco hice amigos íntimos. Me relacionaba más con unos que con otros; pero,
la mayor parte estaba conmigo mismo. Conversaba con mis compañeros/as, cuando
estábamos de a dos. En grupo, tomaba palco y hablaba poco. Sin embargo, siempre
sentí que era parte del curso, tanto en lo positivo como en lo demás. En primer
año, hice de delegado del curso durante una convención que se realizó con
participantes de todos los cursos. Se trataba de un asunto político. Yo casi no
participé, no tenía experiencia, así que escuchaba y anotaba acerca de las
discusiones que se dieron. Así pude informar a mi curso sobre lo que allí se
debatía. Éramos muy pequeños: teníamos apenas 14 años, la mayoría.
Después
ya no me hice notar por nada; pero, cuando hubo alguna maldad colectiva como el
“día de la greda” o el “de la torta”, aunque no fui protagonista principal, me
sentí responsable de la embarrada porque había disfrutado de la barrabasada; de
modo que al momento de poner la cara no dude ni un instante en colocarme junto
a “los culpables”.
La
mayoría éramos hijos de familias pobres y de clase media empobrecida. Sólo en
3º año se nos unieron una pareja de hermanos cuyos padres tenían un ingreso superior;
pero que no fueron un problema. Recuerdo que al ingresar al 1º año, nos
aplicaron una prueba. Por lo que recuerdo, creo que se trató de un test de
inteligencia. De acuerdo a los resultados construyeron los cursos. Así se formó
el 111, los más selectos. Nosotros no lo supimos; pero captábamos que algo
había. Nos caracterizó el hecho de que jamás nos obligaron a estudiar, lo
hacíamos por iniciativa personal. Éramos de los que nos quedábamos trabajando
las tareas durante el recreo, de aquellos que se organizaban para conseguir
propósitos como un “reinado” y trabajábamos físicamente como limpiando el
jardín del liceo para reunir puntaje. Antes de ingresar a clases – por las
mañanas – era común vernos “tomándonos la lección” de la evaluación que
tendríamos durante esa jornada. De igual manera, había mucha inquietud por
otros asuntos y protagonizamos muchas maldades de adolescentes inocentes. Fue
el mejor curso que he tenido.
Para
finalizar repetiré que nuestros profesores/as fueron de todo: desde aquel que
desarrolló estrategias constructivistas sin que el discurso aquel existiera,
sino porque llegó a pensar que haciéndonos interactuar con los contenidos
aprenderíamos más fácilmente, hasta aquellos que nos dictaban TODO. Fuimos un
experimento mal pensado – creo yo – porque si bien algunos profesores después
dijeron que nunca antes ni después hubo un curso “once” como del que fui parte,
sé que pudimos ser mejores. A mí me hubiera sido de mucho más provecho otra
forma de organización del trabajo. Eso me hubiera permitido desarrollar
aprendizajes de mejor calidad. Que no me hubieran dictado la mayor parte de los
contenidos, sino que me hubieran enseñado a buscar la información necesaria,
que me hubieran relacionado la matemática con la vida cotidiana, más análisis
de textos simples antes de colocarme ante un ensayo de Unamuno que me dejó
hecho pasta, ni hablar del Inglés… Imagino que la causa de todo aquello fue una
mala administración y los vaivenes políticos de la época.
Curso 411, año 1975.
Fotografía: El Diario Color.
No hay comentarios:
Publicar un comentario