domingo, 10 de noviembre de 2013

YO ESTUDIANTE 3

Lo que les comparto fue escrito en 2009. He venido subiendo fragmentos y esta es la tercera parte: corresponde a mi llegada a la ciudad.


Marzo de 1969

En la ciudad

En marzo de 1969 me trasladaron a vivir a la comuna de Talcahuano, porque allá se encontraban mis padres biológicos, quienes habían manifestado hacerse cargo de mi formación de allí en adelante. Ingresé a un colegio de niños en que la situación era la misma, salvo que mi profesora jefe (María Isabel Lara) supo situar mi condición ante el curso que me recibió curioso. No recuerdo las palabras que pronunció. Creo que habló de los primeros habitantes, de la “resistencia araucana” y cosas por el estilo. Todo ello, porque sorprendió a uno de los integrantes del curso haciéndome motivo de entretención. Fue la primera y última vez que alguien me llamó indio. Posteriormente, yo mismo me autodefino como tal, como una forma de revertir el sentido. Sí, soy mapuche, soy indio, no chileno. Un “indio de carajo”, como decía (¿o dirá aún)?) mi primer profesor.

En ese colegio, ubicado en la actual comuna de Hualpen, éramos solo niños. Es la única vez que viví esa situación anómala de vivir separado de las mujeres. En Saltapura estábamos todos juntos y en muchas ocasiones compartíamos los juegos.

Allí comencé con mis problemas de inserción social. Hice un par de amistades; pero, no llegué a ser parte de un grupo. No me iba bien ni mal. Me hice del montón. No conocía la ciudad ni me animaba a explorarla.

Llegué a vivir con mi madre biológica. Lo hacíamos en una mediagua, ubicada justo al lado de un galpón-bodega en donde se guardaban los materiales de construcción de la población que se construía, por medio del sistema de autoconstrucción. A unas dos cuadras estaba la calle Colón y por el otro lado el aeródromo de Hualpencillo. Desde allí veía salir y llegar pequeños aviones. A la distancia se veían los inmensos hangares; pero, jamás me aventuré por allí. La pista de aterrizaje estaba en el centro de un terreno eriazo, cubierto de pasto de color claro y matas de chochos, a unos cien metros de las pocas mediaguas levantadas allí.

Las demás familias, unas diez más o menos, eran de aquellas que no tenían en donde vivir y temporalmente – mientras se construían sus futuros hogares – fueron autorizadas para vivir en las inmediaciones. Había poca gente por allí. El colegio – en  la Población Armando Alarcón del Canto – no estaba tan lejos, aunque de eso me di cuenta mucho tiempo después. Lo entretenido del lugar es que no había mucha gente y de poco ruido. Me la pasaba leyendo o escuchando música en una vieja radio de tubos que nos facilitó un vecino que no disponía de luz eléctrica.

La enseñanza media

Después vino la enseñanza media, en un Liceo fiscal, ubicado en el sector Las Salinas, cuyo cerco estaba prácticamente todo en el suelo. Aún así, tengo la impresión de que no estaba tan mal, porque mis compañeros/as de 4º medio quedaron todos aceptados en la universidad, excepto uno. Eso sí, quienes no estaban motivados para estudiar, simplemente se iban hacia la parte trasera, en donde no había obstáculo alguno que impidiera correrse de clases.


Julio de 1973

De esa época, recuerdo a los profesores Pérez (María y David). Ambos enseñaban matemática. Cuando María debió dejar la jefatura de nuestro curso, se las arregló para heredársela a su hermano. Con él tuvimos nuestro mejor paseo de estudiantes, acampando a las orillas de un río en Diuquín (cerca de Laja). También recuerdo al profesor Sadi Mora, un hombre serio (por el cual algunas compañeras se derretían), porque en una ocasión nos llevó a la Laguna Grande de San Pedro, y exploramos junto a él los pantanos de sus alrededores. Nos hizo tomar muestras de agua. Lo mejor vino después, porque habilitó parte de unos talleres que casi no se usaban como sala de estudios. Allí con un par de lupas y unas pocas cápsulas Petri descubrimos la regeneración de las planarias. Fue alucinante, ya que al momento de los recreos nos íbamos a ese lugar. Raro, ¿no? Lo que quiero dar a notar es que el Liceo estaba mal habilitado, pero que algunos profesores/as –creativamente– se las arreglaron para lograr aprendizajes significativos en nosotros. “El que quiere, puede”, dicen por ahí; además, la mayoría de mi curso era inquieto por aprender.

El primer profesor de música que tuve fue todo un estímulo. Nos hizo cantar en coro y cuando nos escuchamos, inflamos el pecho como pavos enamorados. Con él hice mi primer trabajo de investigación. Con él conocí las “Coplas al viento” de los Quelentaro. En su clase supe que “Imagine” de John Lennon podíamos considerarla una canción de protesta social, según la presentación de una compañera. Igualmente recuerdo a la profesora de Ciencias Naturales, participando en una marcha en la calle Colón, organizada en apoyo al gobierno de la Unidad Popular. Debió ser en 1973. Nunca más supe de ella. Fue la primera vez que vi a una profesora en una manifestación callejera.

Allí tampoco hice amigos íntimos. Me relacionaba más con unos que con otros; pero, la mayor parte estaba conmigo mismo. Conversaba con mis compañeros/as, cuando estábamos de a dos. En grupo, tomaba palco y hablaba poco. Sin embargo, siempre sentí que era parte del curso, tanto en lo positivo como en lo demás. En primer año, hice de delegado del curso durante una convención que se realizó con participantes de todos los cursos. Se trataba de un asunto político. Yo casi no participé, no tenía experiencia, así que escuchaba y anotaba acerca de las discusiones que se dieron. Así pude informar a mi curso sobre lo que allí se debatía. Éramos muy pequeños: teníamos apenas 14 años, la mayoría.

Después ya no me hice notar por nada; pero, cuando hubo alguna maldad colectiva como el “día de la greda” o el “de la torta”, aunque no fui protagonista principal, me sentí responsable de la embarrada porque había disfrutado de la barrabasada; de modo que al momento de poner la cara no dude ni un instante en colocarme junto a “los culpables”.

La mayoría éramos hijos de familias pobres y de clase media empobrecida. Sólo en 3º año se nos unieron una pareja de hermanos cuyos padres tenían un ingreso superior; pero que no fueron un problema. Recuerdo que al ingresar al 1º año, nos aplicaron una prueba. Por lo que recuerdo, creo que se trató de un test de inteligencia. De acuerdo a los resultados construyeron los cursos. Así se formó el 111, los más selectos. Nosotros no lo supimos; pero captábamos que algo había. Nos caracterizó el hecho de que jamás nos obligaron a estudiar, lo hacíamos por iniciativa personal. Éramos de los que nos quedábamos trabajando las tareas durante el recreo, de aquellos que se organizaban para conseguir propósitos como un “reinado” y trabajábamos físicamente como limpiando el jardín del liceo para reunir puntaje. Antes de ingresar a clases – por las mañanas – era común vernos “tomándonos la lección” de la evaluación que tendríamos durante esa jornada. De igual manera, había mucha inquietud por otros asuntos y protagonizamos muchas maldades de adolescentes inocentes. Fue el mejor curso que he tenido.


Para finalizar repetiré que nuestros profesores/as fueron de todo: desde aquel que desarrolló estrategias constructivistas sin que el discurso aquel existiera, sino porque llegó a pensar que haciéndonos interactuar con los contenidos aprenderíamos más fácilmente, hasta aquellos que nos dictaban TODO. Fuimos un experimento mal pensado – creo yo – porque si bien algunos profesores después dijeron que nunca antes ni después hubo un curso “once” como del que fui parte, sé que pudimos ser mejores. A mí me hubiera sido de mucho más provecho otra forma de organización del trabajo. Eso me hubiera permitido desarrollar aprendizajes de mejor calidad. Que no me hubieran dictado la mayor parte de los contenidos, sino que me hubieran enseñado a buscar la información necesaria, que me hubieran relacionado la matemática con la vida cotidiana, más análisis de textos simples antes de colocarme ante un ensayo de Unamuno que me dejó hecho pasta, ni hablar del Inglés… Imagino que la causa de todo aquello fue una mala administración y los vaivenes políticos de la época.


Curso 411, año 1975.
Fotografía: El Diario Color.

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